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viernes, 24 de marzo de 2017

Latinajos







Mi padre aborrecía los latinajos. «Trucos para sangrar pardillos», decía despectivo. Aclararé que regentaba un pequeño restaurante. En la carta, un surtido de setas de temporada para chuparse los dedos.  Al “boletus edulis” le llamaba boleto a secas, y al “lactarius deliciosus”, níscalo como todo el mundo. Desdeñaba la nueva cocina, pero ponía en los pucheros todo su oficio para satisfacer a una fiel clientela. Durante años colaboré como pinche en el negocio, sacando tiempo de donde no lo había para estudiar Filología clásica. Cuando el viejo decidió que había llegado mi turno al frente del restaurante, repliqué que quería ser profesor. «No volveré a los fogones ni aunque lo mande el sursum corda», argumenté torpemente. Se montó el cirio y tuve que refugiarme en la despensa, mientras los platos sobrevolaban mi cabeza. Treinta años después, planeo abrir  una tasca de diseño a la que bautizaré Totus revolutum. Por el revuelto de setas, como diría mi padre.

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