Mi padre aborrecía los latinajos. «Trucos para sangrar pardillos», decía despectivo. Aclararé que regentaba un pequeño
restaurante. En la carta, un surtido de setas de temporada para chuparse los
dedos. Al “boletus edulis” le llamaba
boleto a secas, y al “lactarius deliciosus”, níscalo como todo el mundo. Desdeñaba
la nueva cocina, pero ponía en los pucheros todo su oficio para satisfacer a
una fiel clientela. Durante años colaboré como pinche en el negocio, sacando
tiempo de donde no lo había para estudiar Filología clásica. Cuando el viejo
decidió que había llegado mi turno al frente del restaurante, repliqué que
quería ser profesor. «No volveré a
los fogones ni aunque lo mande el sursum corda», argumenté torpemente. Se montó el cirio y tuve que
refugiarme en la despensa, mientras los platos sobrevolaban mi cabeza. Treinta
años después, planeo abrir una tasca de
diseño a la que bautizaré Totus revolutum. Por el revuelto de setas, como diría mi padre.
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