HEMOS DEJADO al grupo de viajeros cuando estaban a punto de salir del hotel. Escapamos hacia un barrio que tenemos muchas ganas de conocer. No está previsto en el plan de viaje colectivo. Hoy nos tomaremos el día libre. Comeremos lo que se nos antoje.
Hace calor en Roma. Caminamos sin prisa, explorando los recovecos del
centro. Nos asomamos a cada calle lateral. Todas desembocan en un tesoro
urbanístico.
El Trastévere es un mundo tranquilo, ajeno al tráfago romano. Al llegar
no soportamos más la sed. Nos acercamos a un quiosco de información turística y
preguntamos, por las buenas, dónde podemos beber una cerveza bien fría. La
mujer que informa a los visitantes, una matrona de rostro agraciado, hace un
ademán circular. Cualquier sitio es bueno.
Reparamos en una tratttoria. Interior
fresco y terraza exterior protegida por un emparrado. Manteles de hule con
grandes cuadros azules y blancos. Es solo restaurante, no tiene barra y es
pronto para comer. Nuestras frentes sudorosas conmueven al dueño.
—Dove vogliono —nos invita, acogedor.
Elegimos la terraza. Pedimos dos cervezas grandes, que nos sirven en
copas altas. Peroni es la marca. No
será excelente, pero nos sabe a gloria. Felicidad por poco dinero.
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