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viernes, 1 de septiembre de 2017

MENÚ DEGUSTACIÓN






























No siempre los políticos se reúnen en clave de estadistas. También aprecian una mesa bien servida. Creo que los convidados iban simplemente a cenar de gorra a costa de Roures, y a echar unas risas a propósito del corte de pelo de sus enemigos íntimos, Gabriel y Puigdemont

En la noche del último sábado de agosto hacía buen tiempo en Barcelona. Yo había llegado muy de mañana, con el fin de asistir discretamente a la manifestación antiterrorista y antimonárquica. Pasé inadvertido entre múltiples pancartas, profusas esteladas y gritos en contra de lo que se terciara. Hubiera pasado igualmente inadvertido de haber estado yo solo, en lugar de los 500.000 participantes, según la Guardia Urbana. 

No soy nada celebrity, al menos de momento. De hecho, hace un mes intenté hacerme miembro de Vippter, la red social del famoseo, y me bloquearon en un abrir y cerrar de posts.

Prefieren a Kiko Rivera, uno de los influencers que marca tendencia entre millones de fans. Allá ellos.
Como tenía la noche libre, me acerqué dando un paseo a la cena secreta en casa de Jaume Roures, magnate de la comunicación. O millonario comunista, como le apoda Federico J. L. Los ricos rojos (RR) ejercen una atracción irresistible en los líderes de opinión. Muy superior a la de los mendigos de derechas.

Todo el mundo sabe que, desde tiempos inmemoriales, los magnates cobijan maquinaciones y contubernios. Su inversión patrimonial de futuro, por lo que pueda pasar. 

Me chivaron que Roures había convocado a dos vippters de la talla de Pablo Iglesias y de Oriol Junqueras, para que —es una especulación mía— diseñaran planes conjuntos de gobierno, destinados a ayudar a quienes más lo necesitan. Ya sea porque están en el umbral de la exclusión social, o porque son pobres de solemnidad. Según mi confidente, irían también políticos de segunda línea en Podemos y en Esquerra Republicana de Catalunya.

No me dio tiempo a disfrazarme de antisistema y colarme para cenar como la Guía Michelin manda. El dueño de Mediapro suele encargar sus cuchipandas al Celler de Can Roca. Resignado, me tomé un bocata de botifarra amb mongetes  durante el trayecto.

Mi propósito era abordar a ambos dirigentes antes de que entraran en la mansión, y mantener sendas entrevistas a fondo. Con ellas escribiría una exclusiva de enorme repercusión mediática. Olía a preparación de tripartito de izquierdas, sumados los imprescindibles cuperos aunque éstos no aparecían en la lista de invitados. Son más de tortilla de patatas, filetes empanados y porrón de tinto.

Coleta al viento, Pablo Iglesias pasó como una exhalación. Oriol Junqueras, sin coleta y menos ágil a causa de su poderosa humanidad, le anduvo a la zaga pero igualmente se me escaqueó. En un intento desesperado lancé al aire una pregunta clave:

—¿Al menos podéis decirme qué hay de postre?
No hubo respuesta. 

Más tarde, de camino al sótano turístico que he compartido con tres alemanes y una pareja de escandinavos por 600 euros la acostada conjunta, un fogonazo esclarecedor iluminó mi mente.

“A ver —me dije— si a partir del 1 de octubre, fecha más, fecha menos, puede proclamarse la Republica Catalana, ¿qué prisa tienen estos dos para montar tripartitos? Tiempo de sobra habrá”.

Por otra parte, no siempre los políticos se reúnen en clave de estadistas. Como la mayoría de la gente, aprecian una mesa bien servida. He llegado a la conclusión de que los convidados iban simplemente a cenar de gorra a costa de Roures, y a echar unas risas a propósito del corte de pelo de sus enemigos íntimos, Gabriel y Puigdemont.

El menú degustación en Can Roca, compuesto por 14 platos más entrantes y selección de vinos, sale a tan solo 295 euros por político. Acabar con el hambre de los niños significa una millonada presupuestaria. 

Mera cuestión de prioridades gastronómicas. O de aflojarse el cinturón en la sobremesa y que se lo aprieten los contribuyentes.

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