La dependienta suspende mis pensamientos destructivos.
—¿Le pongo una loncha más de jamón?
El visor de la balanza marca 195 gramos.
—Sí, por favor —respondo, de regreso al mundo
de la charcutería.
Hace unos segundos estaba recreando mi
suicidio.
Como en un aeropuerto diminuto, los manjares se bambolean al
deslizarse por la cinta transportadora, antes de pasar por el lector de códigos
de barras. Jamón ibérico de cebo, queso Roquefort, mousse de pato, hogaza de
pan rústico, tableta de turrón de Jijona a la piedra, tres botellines de cava
catalán. Dos latitas, cada una con doce uvas conservadas en almíbar. Sobrará una docena.
Pago 28,98 euros rebuscando la calderilla en el monedero.
Irrisorio para lo que cuesta una cena fuera de casa en Nochevieja. Excesivo si lo
comparo con mi pensión miserable. La mitad de miserable si añado la paga extra,
para la cual el Gobierno se ha concedido un crédito a sí mismo.
El día antes de Nochebuena un chico joven ha llamado a la puerta y
me ha entregado un burofax. Un fondo de inversión, con nombre extravagante, se
presenta como nuevo propietario del inmueble, y me exige un aumento en el
alquiler del piso que no puedo asumir. Una plantilla de texto en la que han
añadido mi nombre y apellidos. El mismo mensaje impersonal que habrán entregado
a cada uno de mis vecinos.
En mi caso se suman otras desdichas. Las apunto en una hoja
cuadriculada.
1.- La soledad desde que ella murió.
2.- Una pensión que alcanza lo justo para el alquiler, los
suministros y comidas frugales.
3.- La perspectiva de que mis ingresos se irán devaluando en los
próximos años.
Frente a una disyuntiva me gusta ordenar los pros y los contras. No
hay pros. Rompo el burofax y concluyo que solo me queda una salida.
La casa está muy fría. Dispongo de una estufa
de butano, que paseo a lo largo del día desde el comedor-salón al dormitorio y
viceversa. Con mucho tiento. He leído últimamente sobre explosiones en casas de
ancianos. ¿Puedo considerarme anciano? Me conservo bien, como suele
decirse de las sardinas en lata. Pero no engaño al espejo del cuarto de baño.
Preparo la cena pausadamente. El plato principal son tres rodajas de
pescadilla grande, que he sacado la noche anterior del congelador. Una pizca de
sal y las impregno con harina. Las frío unos minutos en aceite de oliva virgen
extra, bien caliente. Caprichos
asequibles.
Enciendo una vela roja, la ajusto en una
palmatoria de cerámica y la coloco en el centro de la mesa, sobre el mantel de
los domingos. Ella adoraba las velas rojas.
Ceno muy pronto, a las nueve y media en punto. Las estrecheces no
me han quitado el apetito, más bien lo han exacerbado. Brindo a mi salud, qué
incoherencia, antes y después de las doce campanadas. El cava está en su punto.
Frío, pero no helado. Es la primera vez que mastico las uvas con disciplina,
siguiendo una a una las campanadas.
A las doce y media apago el televisor. Saco del aparador una copa de cristal de
Bohemia, de las que utilizábamos hace muchos años, cuando bebíamos un gin-tonic al caer la tarde. Este combinado es inédito. Receta:
1.- Verter en la copa una
tónica de 25 centilitros
2.- Mezclar una aspirina con 1 gramo de cianuro potásico en polvo,
y machacarlo con un almirez hasta conseguir una mezcla homogénea.
3.- Echar el polvo en la copa y revolver bien con una cucharilla, preferentemente
de plata, hasta que el líquido burbujeante se torne opaco.
4.- Dejar en reposo cinco minutos para un resultado óptimo.
No sé si me espera una muerte indolora o todo lo contrario. Sean
cuales sean los efectos, serán más soportables que cuando aquel dentista me arrancó
una muela y falló la anestesia. Balanceo la copa entre mis dedos. Qué potente
es el sentimiento de supervivencia. ¿Merezco una oportunidad? ¿Por qué no fiar
la última decisión al azar? Bastante me he equivocado en la vida. Como para
fiarme ahora de mi citerio.
Abro el cajón del buró donde guardo fotos y documentos. Tanteo en
el fondo con los dedos y rozo la bolsita de cuero negro donde guardo la moneda
de plata valorada en 10 euros. Una pieza de coleccionista que compramos en el
viaje a Grecia, hace dos años, cuando vacié la cuenta corriente. Luego de que
comenzaran los síntomas de su enfermedad incurable, si bien ella creía en la
recuperación. Mi último regalo.
Ironías del destino, en la cara de la moneda, la imagen de
Sócrates. La lanzo al aire. Si sale Sócrates, apuraré la copa imaginando que
contiene cicuta. Si sale cruz, la vaciaré en el fregadero.
Son las 11 de la mañana del 1 de enero. Escucho en la radio el
concierto de la Filarmónica de Viena. Este año lo prefiero sin imágenes, como
música de fondo. El respaldo del sofá está hundido, moldeado por mi espalda. Sigue
siendo confortable. Cierro los ojos y me concentro en lo que voy a comer.
Ya me las arreglaré. De alguna
manera me he reconciliado con el tiempo que me quede.